Su nacimiento fue marcado por maravillosas señales y profecías. El lugar de su nacimiento, la presencia de ángeles que le adoraron con sus cantos, los pastores de Belén, los sabios de Oriente. El tiempo en Egipto para que no lo mataran, su niñez en Nazaret, su sabiduría a los doce años de edad, la sujeción a su padrastro José y a su madre María, el aprendizaje de la Ley y costumbres de su pueblo, su oficio de carpintero que con agrado desempeñaba para sostener económicamente el hogar, cuya familia eran, cuatro hermanos y hermanas, más su madre; asumiendo esta responsabilidad cuyo padrastro José, ya había muerto, según dice la historia secular. Su vida ministerial y pública lo inicia a los treinta años de edad. Este ministerio lo desempeñó con una sincera y comprometida compasión. Llamó para que estuvieran con Él y les enseñara los asuntos del reino, a doce hombres de diferentes posición social y educación. Ellos lo reconocieron y aceptaron con declaraciones como ésta: “Hemos encontrado al Mesías” (es decir el Cristo, Ungido). Eso dijo Andrés a su hermano Simón (Pedro) (Juan 1:41). Otro de los llamados fue Natanael que le expresó: “Rabí, ¡tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú eres el Rey de Israel!” Pedro le dijo en respuesta la pregunta de Jesús: “Y ustedes, ¿Quién dicen que soy?” “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”

Muchos de esa gente que le seguía habían creído que era Él el esperado, para salvar a su pueblo. Vieron sus milagros y sanidades y escucharon sus enseñanzas corroborando que Jesús era el Mesías Salvador. La élite religiosa lo despreció y rechazó, conspiraron contra Él, lo aprehendieron, e hicieron un juicio tendencioso, lo condenaron como un impostor, aún viendo las señales que hacía. Lo entregaron a las autoridades romanas por llamarse Hijo del Dios Altísimo y por declarar que Él era el Mesías. Pidieron que lo crucificaran y así lo hicieron; aún en ese suplicio exclamó con la poca fuerza de su voz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Él había declarado que resucitaría al tercer día. Los religiosos judíos pidieron al procurador Pilato, que montara una guardia de soldados para cuidar el sepulcro, no fuera que sus discípulos robaran el cuerpo y dijeran que había resucitado. Así lo hicieron. A pesar de ellos, Dios su Padre lo desató de las ligaduras de la muerte y lo levanto con su poder para que resucitara. Se apareció a los suyos en diferentes ocasiones durante cuarenta días. Estuvieron presentes más de quinientos seguidores en el Monte de los Olivos para despedirlo cuando ascendió al cielo, sin antes decirles: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:18-20). Antes les había prometido: “No se angustien. Confíen en Dios, y confíen también en mí. En el Hogar de mi Padre hay muchas viviendas; si no fuera así, ya se lo habría dicho a ustedes. Voy a prepararles un lugar. Y si me voy y se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes están donde yo esté” (Juan 14:1-3)

¡Cristo ha resucitado! Él vive, y vendrá por segunda vez, para establecer su reino. Mientras tanto todos sus seguidores debemos enseñar de Él, compartir su salvación y su amor, para que muchos entren a su reino.

¡El Mesías, Jesús el Cristo viene pronto! Y lo hará repentinamente. ¡Prepárate para venir al encuentro de tu Dios!

Lee Mateo 28:16-20 Juan 14:1-4