“Señor, yo sé que el hombre no es dueño de su destino, que no le es dado al caminante dirigir sus propios pasos. Corrígeme, Señor, pero con justicia, y no según tú ira, pues me destruirías”
Jeremías 10:23-24
La sociedad contemporánea del profeta Jeremías tiene mucho parecido a cualquier sociedad de los países en el mundo actual. Él era observador y testigo de los males que imperaban en su nación; impiedad, corrupción de los gobernantes, una religión decadente y sincretista, falsos dioses, abuso de poder y explotación de los ricos, pobreza extrema y lo peor, sin temor del Dios de Israel, de Isaac y de Jacob, el Dios único y verdadero. Esa era la situación reinante, Jeremías había recibido la revelación de parte de Dios que vendría la destrucción inminente sobre su pueblo, sus ciudades y sobre su tierra. Jeremías amaba a su gente, amaba su país y lloraba desconsolado porque no recibían sus mensajes de advertencia, sentía dolor profundo en su corazón, porque su pueblo no deseaba arrepentirse de todos los males que practicaban, rechazaban neciamente la palabra de Dios y no creían en la destrucción que se acercaba. La convicción del profeta es que el hombre de cualquier época no es dueño de su destino. Jeremías se puso en la brecha para interceder en favor de la nación para que Dios no la destruyera en su ira. Pide el profeta por su propia condición espiritual para ser juzgado no según la ira del Señor, sino con su justicia misericordiosa.
Las naciones actuales, incluyendo nuestro país practican los mismos pecados que el pueblo de Israel, han venido calamidades naturales sobre nuestro territorio, mayor endeudamiento financiero con el exterior, el narcotráfico que no puede ser erradicado, violencia contra la mujer, etc. etc. Son pocos los mexicanos cada año, que se arrepienten volviéndose a Dios por medio de Jesucristo. El país de Israel, fue destruido por falta de que la gente no se volvió arrepentido a Dios. A los creyentes en Cristo nos toca ponernos en la brecha e interceder por nuestro país para que crean en Cristo el único y suficiente Salvador y Señor, para que Dios sane nuestra tierra.