“Si en mi corazón hubiera yo abrigado maldad, el Señor no me habría escuchado; pero Dios sí me ha escuchado, ha atendido a la voz de mi plegaria. ¡Bendito sea Dios, que no rechazó mi plegaria ni me negó su amor!”

Salmo 66:18-20

El Salmista declara con términos nada inciertos esta verdad: la oración funciona. Cualquier cosa que El le hubiera pedido a Dios, recibió una respuesta del Señor, y quería que todo el mundo lo supiera. Como un cliente satisfecho que elogia un producto que le gusta, Él le anuncia al mundo que la oración produce resultados reales. Cuando participamos en la acción y la disciplina de la oración para conocer mejor al Señor, comunicamos y también reforzarnos nuestra creencia en Dios. Hemos llegado a saber que verdaderamente necesitamos a Dios.

Ya se trate de las oraciones de emergencia ocasionales de alguien o el divino diálogo diario del creyente, siempre hay un distintivo de sumisión en toda oración sincera, por medio de la cual admitimos que tenemos una necesidad que posiblemente no podemos suplir por nosotros mismos.

Cuando le entregamos nuestros afanes a Dios, depositamos nuestras cargas en Él y compartimos nuestro corazón con Él, reforzamos y expresamos la verdad de que es un Dios personal. Oramos, creyendo y confiando en que Él se involucra y se interesa por nuestra vida cotidiana. Cuando le pedimos a Dios que nos de la dirección para la vida, estamos reforzando y expresando la creencia de la mayordomía.

Como Dios es el dueño de todo en nuestras vidas, acudimos a El para dar el siguiente paso en cada aspecto de la vida. Una vez más las prácticas de Jesús se conectan con las creencias de Jesús. En esta práctica, Cristo nos llama a orar como El lo hacia.

Oramos para poner en consonancia nuestra vida con la voluntad y la historia de Dios.

Oramos para dejar nuestras cargas delante de Dios y encontrar paz.

Oramos para evitar tomar ninguna decisión importante sin buscar a Dios.

Oramos por los demás.

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