La realidad de la salvación implica otra realidad, la del pecado. Si el pecado no existiera, no habría entonces necesidad de salvación. Pero el pecado es una realidad; sus efectos son demasiado evidentes como para empeñarse en negarlo. La salvación del pecado se hace posible mediante el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz del Calvario. Ese sacrificio del Hijo de Dios habla con una elocuencia dramática y eterna de la realidad de la salvación. Porque Cristo no murió como un mártir por una causa; su muerte fue el precio que la justicia de Dios reclamaba para nuestra redención. Fue un acto eterno de amor; pero al mismo tiempo fue reivindicar o defender la justicia de Dios. Nadie puede negar el hecho histórico de la crucificción de Jesús el Mesías, quien lo hace es ignorante y falta de conocer no solo los evangelios, sino la historia judía, romana o secular. Aunque hay muchos que no aceptan su divinidad comenzando con la mayoría del pueblo judío del pasado como en la actualidad, a pesar de las profecías del Antiguo Testamento que ellos leen y estudian. También su resurrección constituye un hecho evidente, por más que los escépticos y los incrédulos no lo admitan, desde que sucedió este hecho, dando testimonio los soldados romanos que cuidaban el sepulcro, sus discípulos, pero la élite del judaísmo lo negó por intereses personales, sobornado a los soldados.

La muerte y la resurrección del Hijo de Dios no tuvieron otro propósito que librarnos de la maldición del pecado y de la muerte eterna. Nuestra conversión a Cristo y de millones de personas a los largo de estos siglos, porque nuestra aceptación de Él como nuestro Salvador y Señor es una evidencia más de su obra en favor de la humanidad que nadie puede refutar. Gracias a Dios por su don inefable.

Lee Marcos 15:21-38