Samuel fue el último de los jueces del pueblo de Israel y el primero de sus profetas. Desde antes de su nacimiento su madre lo dedicó al servicio de Dios, así que a corta edad fue llevado al templo y criado allí bajo el cuidado del sacerdote Elí. Llegó a ser el caudillo reconocido de su pueblo y el encargado de ungir a Saúl como el primer rey.  Al pasar el tiempo Saúl se comportó mal, desobedeció al profeta Samuel y a Dios, cuando fue depuesto como rey, Samuel fue en busca del sucesor. El futuro rey vendría, conforme al deseo de Dios de entre los hijos de Isaí quien vivía en Belén, tierra de Juda. El profeta le dijo a Isaí que llamara a sus hijos y estos estuvieron en frente de él, al ver al hijo mayor le impresionó su porte, las cualidades de su personalidad y las características notables de su físico. Inmediatamente pensó que éste era el candidato indicado. Pero, Dios tenía a otro de los hijos en su mente y le dijo a  Samuel: “no juzgues a un hombre por su parecer y estatura, éste no es mi escogido. Yo no hago mis decisiones a la manera en que las hacen los hombres. Los hombres juzgan según las apariencia pero yo juzgo mirando a las intenciones y pensamientos”. En ese mismo momento, quien fue ungido como rey fue David, hijo menor de la familia, de buen parecer y hermoso. Años más tarde, el Rey David le diría a su hijo Salomón, quien ocuparía posteriormente su trono: “Y tú hijo mío, reconoce a Dios, venéralo y sírvele con un corazón limpio y de buena voluntad, porque El ve los corazones, entiende y conoce cada pensamiento”. (1Crónicas 28:9 TLB) Al reflexionar en estas palabras podemos aprender ciertas lecciones que nos convienen.

Lo primero, es acerca de cómo estamos expuestos ante la vista de Dios. La observación misma que Dios hace al respecto va más allá de nuestras apariencias. Nadie posee la habilidad de poder engañarlo. Él sabe muy bien lo que realmente somos y conoce nuestras más escondidas intimidades.

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Lee 1er Libro de Samuel 16:1-7