Así que nos mantenemos confiados, y preferiríamos ausentarnos de este cuerpo y vivir junto al Señor. Por eso nos empeñamos en agradarle, ya sea que vivamos en nuestro cuerpo o que lo hayamos dejado. Porque es necesario que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba lo que le corresponda, según lo bueno o malo que haya hecho mientras vivió en el cuerpo.
2a. Carta a los Corintios 5:8-10
Según las enseñanzas del Nuevo Testamento de la Biblia, hay dos tribunales que Dios ha establecido para juzgar a los seres humanos después de morir. Uno es el tribunal del Trono Blanco, donde está sentado el Dios Todopoderoso (Carta a los Hebreos 1:8; 8:1, Apocalipsis 20:4; 20:11; 21:5), el otro, es el Tribunal de Cristo. El juzgará toda obediencia a sus mandamientos y a sus mandatos, así como el servicio del discípulo o seguidor de El.
El Espíritu Santo da a cada persona convertida a Cristo un don espiritual o capacidad y habilidad para usarlo para el bien de la comunidad de creyentes y uno que otro don para aplicarlo a los no creyentes o seguidores de Cristo Jesús; para que por medio del beneficio tengan la oportunidad de creer y recibir a Jesucristo como Salvador y Señor para que no se pierdan sino que tengan vida eterna (Evangelio de Juan 3:16). Los seguidores o discípulos de Jesucristo deben servir con el don o dones que han recibido, dar buen testimonio de su fe en El, vivir en armonía con los demás y compartir el evangelio de Jesús con otros. Al morir físicamente en el momento oportuno compareceremos delante de Cristo Jesús en su Tribunal para recibir el reconocimiento de lo que hicimos bien en obediencia a su mandato, de nuestro servicio en favor de otros y de nuestra participación en el extendimiento de su Reino en la vida de otros.