Cualquiera que sirve a Dios, descubrirá que el gran impedimento no se encuentra en los otros, sino en uno mismo. Descubrirá que tu hombre interior y el exterior no están en armonía. El apóstol Pablo divide al hombre en dos partes:

“Yo se que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pasado que habita en mí. Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, el mal está en mí. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal? ¡Gracias a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor!” (Romanos 7: 17-25); (2 Corintios 4:16) “…aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando”, (Efesios 3:16) Le pido que, por medio del Espíritu y con el poder que procede de sus gloriosas riquezas, los fortalezca a ustedes en lo íntimo de su ser.

Les repito: cuando Dios viene a morar en nuestro interior, por el Espíritu Santo, nos da vida y poder, Él entra en nuestro espíritu, al cual se le llama: “el hombre interior”. Fuera de este hombre interior o espíritu, está el alma, donde funcionan nuestros pensamientos, emociones y voluntad. El hombre de más afuera es nuestro cuerpo físico. De estos dos nos ocupamos más: de nuestras emociones, pensamientos, voluntad y nuestro cuerpo. Estos son los que deben ser crucificados con Cristo por medio de la oración de consagración para dar libertad a nuestro espíritu, así podemos ser de bendición a los extraviados, como a los creyentes. Cuando tu y yo nos muramos saldremos de nuestro cuerpo como un espíritu regenerado, santo, puro, solo así podremos entrar al cielo.

Continúa…

Lee Gálatas 5:22-25