ENCUENTRO EN EL MAR

El Pastor Orel Ochoa tuvo un encuentro con Dios a los 19 años de edad que cambió su vida. Aquí la historia de su conversión narrada por él mismo en un artículo para la revista Guideposts:

Jonás encontró a Dios en el mar. Así yo, pero no en el vientre de una ballena. Yo encontré a Dios a dos kilómetros de una playa en el Pacífico, rodeado de tiburones, luchando por mantenerme vivo un minuto más.

 

No fue porque nunca antes hubiera oído acerca de Dios; no, yo había escuchado acerca de El muchas veces, ¡demasiadas muchas veces, así me parecía!

 

Nací en un hogar cristiano. Pocos meses después de mi nacimiento enfermé gravemente. Mi padre me tomó en sus brazos y suplicó a Dios que me sanara, prometiendo en cambio la vida de su hijo para el servicio de Dios.

 

Sané, y cuando tuve yo edad suficiente para entender, mi padre habló del pacto que él había hecho con Dios. Al pasar los años me recordó vez tras vez su promesa. Finalmente yo me rebelé. No era culpa mía, declaré, que él hubiese hecho tal promesa a Dios. ¿Por qué yo había de llevar una carga que no había pedido ni deseado?

 

A la edad de catorce años hice mi decisión de recibir a Cristo y fui bautizado en la Iglesia Presbiteriana. Poco después dejé el hogar para continuar mi educación. Lejos de mis padres, como el hijo pródigo, comencé a vivir contrariamente a las enseñanzas que había aprendido en el hogar. De vez en cuando, al tratar de dormir en la noche, veía el rostro de mi padre y oía otra vez sus palabras: “Orel, yo te prometí a Dios”. Tales recuerdos levantaban un torbellino de melancolía y tristeza, y comenzaba a llorar.

Pasaron los años. Terminé la escuela preparatoria, pero todavía no podía decidir lo que quería hacer con mi vida.

 

Nunca olvidaré el día 1º de abril de 1961. Había ido a pasar la Semana Santa con mis abuelos. Me llevaron a una encantadora palpita sobre el Pacífico, llamada “Puerta Arista”. Sentado en una cámara de llanta, dejaba que las olas me llevaran. Me congratulé por haber rehusado la invitación de mis padres a pasar la semana con ellos. Estaban acostumbrados a ir a la iglesia cada día de la Semana Santa. Yo no quería nada de eso “¡Qué placer!”, me dije a mí mismo, “¡solo en el océano, lejos de todo y de todos!”

“¡Qué placer!” Me dije a mí mismo, “¡solo en el océano, lejos de todo y de todos!”

La mañana pasó lentamente. De cuando en cuando, si veía que la marea me llevaba demasiado lejos, chapoteaba de regreso a la orilla. Entonces me reclinaba otra vez en la cámara de llanta y volvía a soñar despierto.

 

Dormitaba tranquilamente cuando de improviso la cámara se balanceó violentamente. Al impulsarme hacia arriba, me encontré con asombro la cara pálida de un hombre que se agarraba de la cámara como si su vida dependiera de ella. Al mismo momento miré hacia la playa. Mi corazón se abatió, la marea me había alejado una gran distancia. Las palmeras se veían como plantas de maceta y apenas podía escuchar las voces de las personas en la playa.

“¡Suelte, suelte; la marea nos está llevando mar adentro!”

Dominado por el terror, le pegue al hombre con mis puños. “¡Suelte, suelte; la marea nos está llevando mar adentro!” Hundió su cabeza y se mantuvo como inconsciente a la lluvia de golpes.

Dejé de golpearlo y alzó la vista, mostrando en su cara una mueca estúpida. ¡Estaba borracho!

 

La playa se alejaba más y mas a cada segundo, Con un grito de desesperación me solté de la cámara y me lancé al mar. Pero en ese instante una enorme ola se estrelló contra mí llevándome unos treinta pies más lejos. Yo era buen nadador y fuerte. Sin embargo, a pesar de lo duro que luché, la marea siguió empujándome a mar abierto.

Al fin, exhausto, dejé de nadar y comencé a patalear. Minutos después oí el sonido de las olas golpeando contra lo que los nativos llaman “La Quebrada”. Una vez más allá de La Quebrada, dicen ellos, un nadador no tiene esperanza de regresar.

En el paroxismo de la desesperación bracee, tratando de nadar hacia la orilla. De nada sirvió. Comencé a patalear otra vez y pronto oí, como en un sueño, el rugido de las olas diciéndome que había pasado mas allá de La Quebrada. Levanté mi cabeza y vi a lo lejos que la gente se había congregado en grupos sobre la playa y miraban hacia mí. Sabía yo lo que estarían diciendo. Por primera vez me permití pensarlo: Yo, Orel Ochoa, san o y fuerte, de sólo 19 años, iba a morir.

 

“¡Dios mío, no!” Era un grito de dolor y al mismo tiempo de ferviente oración.

 

¡Dios! Por primera vez en muchos meses había invocado Su nombre. ¿Me oiría? No, me había descarriado muy lejos de Él. Había pasado La Quebrada, el punto sin retorno.

¡Dios! Por primera vez en muchos meses había invocado Su nombre. ¿Me oiría?

“¡Déjate hundir!” Me dijo una voz.

Pasó más tiempo, tal vez veinte minutos. Ahora estaba yo semi inconsciente por la fatiga y el agua que había tragado.

 

De repente vi algo que hizo latir mi corazón como tambor. ¡Un tiburón! ¡Y otro! Estaba rodeado por ellos. ¡Cuántas escalofriantes historias había yo oído de hombres devorados por esos caníbales del mar!

“¡Déjate hundir!”, me dijo una voz. “¡Mejor es que te ahogues que ser comido vivo por los tiburones!”

 

Clamé a Dios otra vez, suplicándole que no permitiera que los tiburones me dañaran. Pasaron largos minutos y ellos no se acercaron más. Pero sabía que aunque tuviera la fuerza, no podía permitirme nadar, porque eso atraería la atención de aquellos devoradores de hombres. ¿Para qué seguir posponiendo lo inevitable?

 

Apenas consciente, me pareció ahora ver a un joven padre, las lágrimas bajando pos sus carrillos, su hijito moribundo en sus brazos, suplicando “¡ Oh Dios, preserva la vida de mi hijo y yo te lo devolveré!” Mi padre conocía a Dios y me había dedicado a Él; ¡no para morir en el océano, sino para ser un sacrificio viviente!

Comencé a clamar con toda mi fuerza: “¡Señor, sálvame y yo te devolveré mi vida!” Por largo tiempo seguí clamando a Dios, hasta que al fin sentí una paz como nunca había conocido. Dios me había oído, lo sabía, e iba a contestar mi oración.

“¡Señor, sálvame y yo te devolveré mi vida!”

En ese momento mis ojos casi saltaron fuera de su órbita. ¡Un bote venía hacia mí!

 

Instantes después estaba yo en la cubierta de un bote pescador. Había estado anclado y los pescadores habían dormido después de una larga noche de trabajo.

 

“¡Un milagro!”, exclamó uno de ellos. “Yo no sé lo que me despertó. Y aún ya despierto, cómo fui capaz de verlo tan lejos en este mar agitado”.

 

“Sí”, dije para mí, “había sido un milagro. Ahora comprendía. Hacía diecinueve años Dios había devuelto a un padre cristiano la vida de su hijo, y el padre había prometido esa vida a Dios. Ahora Él había regresado a mis manos esa preciosa vida.

Bajé al camarote y me dejé caer en una litera. Un instante antes de quedarme dormido, dije: “!Gracias, Señor. La vida que Tú le diste a mi padre, y que me devolviste hace pocos minutos, es tuya de nuevo, para siempre!”

 

Por Orel Ochoa para Guideposts Magazine

El Pastor Orel Ochoa estudió en el Seminario Teológico Bautista Mexicano, líder de la Convención Nacional Bautista de México por muchos años, pastor en varias iglesias en el país y desde 1979 pastor líder de la Iglesia Eben Ezer Chulavista en la ciudad de Puebla, México.

 

Lleva más de 50 años de ministerio.

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